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viernes, 28 de abril de 2017

Aquella mujer



Aquella mujer no era nadie especial. Simple ama de casa desde hacía años, trabajadora incansable en otros tiempos, hija subyugada a un padre viudo y enfermo, madre abnegada a unos hijos de los cuales se sentía tremendamente orgullosa y, ante todo, esposa y amante fiel. En definitiva, nadie especial.

A menudo pensaba qué sentirían los demás por ella, si el amor de sus hijos sería tan grande como el suyo, si su padre la necesitaba tanto como parecía o solo era hábito por comodidad, si su marido en verdad aún la amaba o tan solo permanecía con ella por conformismo en la costumbre. Asimismo, con frecuencia se preguntaba si alguien la echaría de menos si llegase a faltar, pero no por necesidad, sino por amor, porque ella, en definitiva, no se sentía nadie especial.

Aquella mujer creía que no aportaba nada a esta vida, ni al mundo, ni a la historia, no era capaz de ver con cuánto había colaborado ya a la sociedad.

Aquella mujer no imaginaba lo que la querían y necesitaban sentimentalmente y con resignación prosiguió a diario con los quehaceres de su vida, envejeciendo de forma prematura hasta desaparecer. Aquella especial mujer abandonó nuestro mundo antes de lo debido y se marchó de él sin saber lo que los demás veían en ella: la gran persona que habitaba su alma, su colosal papel como madre e hija, su grandeza como aliada, amante y compañera y la enorme amiga que llevaba en su interior y que se daba de continuo a los demás. Aquella mujer no vio el amor de cuantos la rodeaban y ella quería, y no porque no quisiera hacerlo, sino porque no se lo mostraron. Nadie supo demostrarle, como debía, lo que significaba para cada uno de ellos, lo que importaba y aportaba en sus vidas. Sentir que valía tan poco cuando los demás lo eran todo para ella le carcomió el alma, la mató por dentro.


Moraleja: Muestra siempre cuánto amas a los que te aman a ti. Muéstralo a diario, con palabras y hechos. Alimenta el amor de los demás, ellos también necesitan nutrirse de él para vivir.


Dedicado a todas las madres, hijas, esposas y amigas. Gracias a todas.


Relato: Eva Zamora

Fotografía: internet 


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viernes, 29 de julio de 2016

Náufragos



No eran Rose y Jack en el Titanic, ni podían compararse con Robinson y Viernes de aquella isla habitada por caníbales; no eran esa clase de personajes, aunque se asemejaban en parte. Tampoco había barcos ni islas perdidas en el océano. Esa etapa había sido superada con varias muertes en la memoria. Hoy, simplemente, eran dos seres en una habitación, en medio de la ciudad, desconectados del mundo, alejados de cualquier radar, fuera de todas las rutas legítimas; pero unidos por el mismo tipo de amor, o de amistad, que siempre ha unido a dos náufragos en cualquier época y lugar del universo. Yusuf había dejado mujer e hijos en Damasco; Naima había perdido a los suyos en el primer purgatorio de aquel puerto europeo, contrapunto de su Palmira natal. Ambos llevaban meses rogando, llorando, suplicando aquí y allá… Nadie podía hacer nada…; tan solo quedaba esperar y seguir buscando… Mas hoy, y ahora, sus cuerpos, y sus almas, encontraban el consuelo de los besos y las caricias que el mar y la distancia se habían tragado.



22 de julio 2016 

Relato: Luis Cuesta 

Fotografía: internet


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viernes, 8 de mayo de 2015

Ella ha vuelto a estudiar



Cuando entré al instituto, no sabía que iba a tener que abandonarlo tiempo después. Entré a trabajar sin tener conciencia clara de hasta qué punto aquel dinero era importante en casa.

Cuando un día mi padre empezó a insultarnos a mi madre y a mí, no sabía que aquello iba a ser el principio del fin de su matrimonio..., y de nuestro hogar familiar. Nos aguantamos, y yo empecé a salir con un chico que trabajaba en un bar cerca de mi trabajo sin adivinar que yo misma viviría años después una historia similar a la de mi madre.


Cuando mi hermano pequeño, mi madre y yo tuvimos que abandonar nuestra casa de toda la vida, no supe ver que aquel nuevo piso no reunía condiciones para vivir con dignidad; pero aguantamos una vez más. Comencé a trabajar en una fábrica; pero desconocía mis derechos y no supe, hasta años después, que aquel sueldo era una miseria.


Cuando más tarde me casé, no sabía que aquel chico se iría a convertir en ese hombre que me abandonó y al que dejé de querer años después. Tuvimos una hija, a la que intenté educar lo mejor que pude, y conseguí traerme a madre a casa. Ahora él vive en otra ciudad, mi hija vive en otro país, muy lejos de aquí, y mi madre vive en otro mundo. Su cabeza también se mudó, aunque el resto de su ser sigue a mi lado.


Cuando me despidieron de aquella fábrica, no supe cuánto iba a tener que luchar después para conseguir una mísera pensión. Luego, me enteré de que los primeros años no habían cotizado por mí; y en los últimos, estos primeros de la crisis, sufrimos la angustia del cierre y del despido de casi toda plantilla, tras meses de opresión y de huelgas frustradas. A mi edad solo me tocó aguantar una vez más.


Cuando repaso mi vida recuerdo todos estos momentos amargos; pero también otros muchos felices, sobre todo, me acuerdo de aquel profesor que el primer año de instituto me regaló un libro, este libro que tengo aquí a mi lado y todavía conservo. Lo he leído muchas veces, y he leído otros muchos desde entonces. Mis libros, mi refugio.


Cuando entré, hace unos meses, en el centro de educación de personas adultas de mi barrio, no sabía nada de Biología,  de Geografía, de Historia... No sabía ni dividir, ni siquiera recordaba qué eran el sujeto y el predicado. Pero sí recordaba los libros. No sabía qué era la Filosofía, ni la Mitología ni la Semántica..., pero recordaba los cuentos que aquel profesor nos leía en clase.


Ahora mismo sé, mejor que nunca, que no sé nada; pero que mi vida sigue teniendo sentido, más que nunca, y no tengo por qué seguir aguantando, sino luchando..., y soñando. 




Relato: Luis Cuesta
Fotografía: wikipedia
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Poemario: Se avecinan noches de tormenta


viernes, 1 de mayo de 2015

El latido de mi corazón



Su imagen me aturdía, me hacía temblar, me estremecía cada vez que la veía llegar a mí tan hermosa. Sus labios perfectamente dibujados y pintados con carmín rojo, sus rasgados y verdes ojos acentuados por la máscara de pestañas, su tez fina como la porcelana, sus prominentes y sonrosados pómulos, su pelo castaño y ondulado rozándole los hombros. En verdad era toda una deidad de mujer.

  Sentado, desde mi sillón, inhalaba el aroma que desprendía a juventud, pureza y dignidad. Y ese olor hacía que mi corazón bombease bruscamente, latiese con vigor. Entonces era consciente de que vivía conmigo, de que aquel órgano imprescindible para vivir seguía ocupando su caja torácica a pesar de que yo llevase años poniéndolo en duda.

  Entendía que ella era una mujer inalcanzable, una mujer con la que solo podría soñar, una mujer que jamás perdería un segundo en fijar su vista en mí como hombre dispuesto a satisfacerla; pero me era inevitable fantasear con ella, crear un mundo en el que ella se sintiese atraída por mí, un hombre maduro que buenamente podría ser su padre e incluso su abuelo. Un hombre que peinaba canas desde hacía años, con marcadas arrugas en su semblante y con una virilidad reposada, no tan enérgica como su cuerpo, debido a su joven edad, demandaría. 

  No obstante, en mis sueños no existían todas esas barreras que en la realidad acotaban nuestra posible relación, que suponían una frontera a la que no me estaba permitido cruzar debido a que mi pasaporte había expirado hacía tiempo, seguramente cuando ella tomó su primera comunión. 
  Debía ser realista, le doblaba la edad con creces, lo nuestro era imposible, inviable de todas las formas y maneras, no tenía ni el derecho a permitirme soñar con ella. Ella vestía con veintiocho hermosas primaveras, yo me ataviaba de sesenta y dos fríos inviernos. Ella presidía delante de mi mundo como una persona dulce, afable, entusiasta, soñadora e inocente. Yo encabeza una comitiva en busca de su admiración siendo un viejo cascarrabias curtido en todo, con un físico poco agraciado, con matiz de amargura y aire pesimista debido a los duros varapalos que había soportado a lo largo de mi vida. Tantos, que desde hacía años mi única y leal compañera era la soledad. La vida me había mostrado su peor cara respecto a asuntos sentimentales, apartándome de mi familia, mujer y dos hijos, que habían pasado a ocupar un mejor lugar que el terrenal. No tenía nada en mi vida, únicamente poder, el poder que daba el dinero, el poder que otorgaba ser una persona importante, por lo demás estaba vacío. 

  Por mi alto status social estaba acostumbrado a obtener todo cuanto me apetecía y deseaba, incluidas mujeres, todas las que quisiera. Pero ella no era como las demás, ella no se deslumbraba con los lujos ni con un nombre o apellido capaz de abrir cualquier puerta con el mero hecho de pronunciarlo. No. Ella era una mujer con dignidad, joven pero con principios, de las que únicamente entregaban su corazón por amor, no por una abultada chequera o por una visa oro, de las que no se dejaban conquistar por quién eras, sino por lo que resultabas ser para ella. Mi poder me permitía alcanzar todo lo que quería, todo excepto a ella.

  Quizás por esa integridad tan pasmosa, tan difícil de encontrar hoy en día, tan impensable en el mundo que me rodeaba, estaba enamorado de ella. Quizás por eso la tenía aquí, a mi lado sin ser necesario ni comprensible para nadie, para poder verla y suspirar en silencio, a su lado mientras me impregnaba de su fragancia con ese dulce olor a amor propio incorruptible. Porque quizás el único momento en que me sentía vivo y feliz era cuando llegaba la hora de que ella se sentase en mi despacho, frente a mí, para redactarle una carta. Una cara ficticia que nunca llegaría al destinatario que ella creía, pues todas las direcciones de correo que obraban en su poder llevaban al mismo lugar: mi ordenador.

  Y cuando lo hacían, cuando sus cartas entraban en mi correo, saboreaba cada palabra que estaba escrita porque ellas me llevaban a asociarla con un recuerdo de ese momento. Me trasportaban al conciso instante en que ella estaba escribiéndola, deslizando su mano por la hoja de papel, sus verdes ojos mirándome, sus labios provocándome sin tan siquiera proponérselo al humedecerlos de vez en cuando con su lengua, su fino y estilizado cuello gritándome que perdiera mi boca por él, sus largos y delicados dedos a los que mis manos deseaban acariciar y dirigir, sus magníficas piernas tan estilizadas, preciosas y perfectas, cruzadas en una postura que indicaba claramente prohibición, y su hermosa cara llena de expectación esperando escuchar mis palabras para volver a deslizar su mano por el papel. Me recreaba en el recuerdo de su presencia, me alimentaba de él, vivía de los réditos que sus letras me dejaban hasta el siguiente día en que volvía a tenerla sentada en mi despacho. 

  Y al amanecer, al llegar el nuevo día, volvía a levantarme pensando en ella, pensando que cerca de mediodía entraría como cada mañana desde hacía casi un año a mi despacho y se sentaría frente a mí. Era la única ilusión que llenaba mi vida, la que verdaderamente me hacía levantar cada mañana. 


  Y al fin llegaba el momento. Y entraba. Y nos mirábamos. Y me saludaba marcando una leve sonrisa a la vez que sus ojos también hablaban. Y se sentaba. Y se la dictaba. Y ella escribía. Y yo comprobaba que continuaba teniendo corazón, le sentía, notaba su palpitar en mi pecho, era en el único momento capaz de percibirlo. Bombeaba a doble velocidad y en otros momentos a tiempo acompasado, pero palpitaba, no dejaba de hacerlo. Y palpitaba por ella. Solamente por ella. Ella y su candidez se habían convertido en el oxígeno necesario para mis células. Ella, con su moral de recto orgullo y su endiablada belleza, sin lugar a dudas, se había convertido en el pulso de mi vida, en el latido de mi corazón.


Abril 2015


Relato inédito: Eva Zamora
Fotografía: wikipedia



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Poemario: Se avecinan noches de tormenta



miércoles, 6 de agosto de 2014

La extraordinaria riqueza de solo cuatro letras

love para Cosas que siento

    Mi nombre es Mirian y soy rica. Muy rica. Extremadamente rica. En cambio Alberto, mi hermano, es tan pobre que únicamente tiene dinero. Tan solo eso. Nada más.

  Para contaros el porqué de mi riqueza nos remontaremos al año 1.984, treinta años atrás. Yo apenas había cumplido los diecinueve por aquel entonces y Alberto tenía veinticuatro. Mi hermano se había pasado la vida diciéndome que yo debía casarme con alguien que poseyera título nobiliario. Pero desde que cumplí los dieciséis su insistencia se había vuelto tan persistente que llegó a obsesionarle convirtiendo ese deseo en su cruzada personal. Alberto decidió que yo sería la encargada de emparentar a la familia con la nobleza sí o sí. Y para llegar a tal fin no paraba de presentarme a todos sus amigos y con cuantos se codease siempre y cuando perteneciesen a esa noble clase. Evidentemente no era por una cuestión económica ni mucho menos, mi familia provenía de la alta burguesía, eran dueños de cuantiosas empresas y el dinero nunca resultó ser un problema o un bien escaso en nuestro hogar, manaba como de una fuente. Pero alcanzar ese dichoso título se había apoderado de su cabeza de tal forma que lo nubló. Y lo peor, consiguió convencer a mi padre de ello y él también le apoyó. La única que no opinó, para no variar, fue mi madre. Ella calló como siempre. Su boca nunca contradecía a los dos hombres de la casa. Sus palabras eran la ley y su ley algo indiscutible. Así que me vi sola, sin ayuda de nadie ante la locura de casarme con quien ellos dijesen. Debía ser sumisa a su decisión sin rechistar y en aquel momento, viéndome tan sola, callé.

  Aquel verano hubo un problema de tuberías en nuestra casa y mis padres, como de costumbre, avisaron a Narciso, el fontanero habitual. Pero esta vez Narciso no venía solo, traía como ayudante a su hijo; un guapísimo muchacho que me agitó el corazón nada más ver sus brillantes ojos color miel, su moreno pelo ondulado y su bonita sonrisa marcando un gracioso hoyuelo en su barbilla. Se llamaba Eduardo, Edu para todos, me aclaró al presentarse. Y Edu sería el responsable de cambiar todo en mi vida, de hacerme extraordinariamente rica.

  Mientras Narciso contaba que su hijo tenía veinte años y era un buen estudiante que acababa de finalizar con gran éxito el primer año de Veterinaria, Alberto y su despreciativa mirada analizaba a Edu de arriba abajo sin dar ni los buenos días, cuanto menos estrechar la mano con él. Después de marcar su terreno con su desafiante mirar Alberto se marchó, desprendiendo por el camino sus aires de superioridad e indiferencia para hacerle comprender a Edu que él pertenecía a una clase superior que ni en sueños pretendía mezclarse con un obrero, un manos sucias. Ese era el apodo con que mi hermano se dirigía a la clase obrera: manos sucias. Explicaba que los llamaba así porque era imposible no ver la suciedad y los restos de su trabajo incrustados en sus agrietadas y ásperas manos y por debajo de sus uñas. Y lo describía con cara de asco al hacerlo, realmente los tenía aversión, los trataba como a leprosos. Nunca entendí esa actitud de mi hermano, esa manera de sentirse más que los demás. No logré comprenderlo jamás ni a día de hoy, pasados treinta años, lo había conseguido.

  Edu y yo nos sentimos atraídos desde el primer momento y los dos fuimos conscientes de ello. Y como quería continuar viéndole, que regresase a mi casa, me dediqué a atascar tuberías para darle más trabajo. Cuando comprendí que tanta avería iba a llamar la atención pues hasta Narciso andaba un poco mosqueado, le pedí a mi madre reformar mi baño entero, quería cambiar de lugar la disposición de todos los sanitarios. Sin poner ninguna objeción, mi madre aceptó. Aquella reforma les llevó más de dos semanas, un tiempo maravilloso en el que intenté separarme de Edu lo menos posible. No solo era guapo, además era simpático, divertido, inteligente y se podía entablar cualquier tipo de conversación con él. Con la excusa de que debían hidratarse por el calor que se concentraba en aquel baño, les acercaba muy frecuentemente un refrigerio. Alguna vez también lo acompañaba con algún aperitivo para que llenasen un poco el estómago, aunque mi verdadera finalidad era hacer que Narciso, con tanto líquido y su poca retención en la vejiga, tuviese que ahuyentarse al baño de la planta baja y Edu y yo nos quedásemos solos unos minutos. Unos minutos en los que nuestros ojos se hablaban y nuestras sonrisas no paraban de desearse. Justo el día que terminaban con la reforma, en una de las últimas visitas de Narciso al baño, Edu me pidió una cita. Dudé qué contestar, sabía que mi familia nunca me permitiría ni aprobaría salir con él. Edu pareció leerlo en mi mente y al momento se disculpó por hacerlo. “Perdóname, por un instante he olvidado que provenimos de clases muy distintas”. Le expliqué que no se confundiese, que eso a mí no me importaba en absoluto, pero era cierto que mi hermano, antes que nadie, se opondría de plano si se enterase. Le propuse, siempre y cuando no le hiciese sentir mal, vernos a escondidas, en lugares donde ni mi familia ni sus amistades pudiesen acudir. Edu aceptó de inmediato y quedamos en vernos en la cafetería de un pueblo alejado de nuestra ciudad.

  Para salir ese día puse la excusa de irme con Nora y Blanca, mis dos mejores amigas. Contándoles una buena y creíble mentira, les avisé por si mi hermano las llamaba para comprobar que estuviese con ellas, Alberto me tenía muy medidos los pasos. Aquella primera cita con Edu fue maravillosa. Nos confesamos que estábamos enamorados, que nos queríamos, y sellamos nuestra confesión con un beso dulce, apasionado pero un poco contenido y lleno de amor. Nuestro primer beso. Aunque no fue el último de esa cita, nuestras bocas después de probarse no querían separarse nunca.

  Durante un mes Edu y yo nos vimos en cinco ocasiones más. Todas las citas fueron fantásticas, nos sentíamos como almas gemelas, hechos el uno para el otro, y así nuestro amor crecía como un rayo, con velocidad vertiginosa. Pero en la sexta cita ocurrió algo que terminó cambiando mi vida, la vida que conocía hasta ese momento. Mi hermano, sin saber cómo se enteró pues jamás me lo dijo, se presentó mientras Edu y yo apaciguábamos nuestro amor con un  largo beso. De un brusco tirón me separó de él y acto seguido comenzó a darle puñetazos a diestro y siniestro, como una bestia descontrolada. Al mismo tiempo le gritaba que yo no era para él, un miserable manos sucias, y que si volvía a acercarse a mí le mataría; algo que creí iba a hacer en ese mismo momento de no ser separado por unos clientes de la cafetería. Edu sangraba por la boca, nariz, e incluso ceja, su cara había quedado hecha un cristo. Sin parar de llorar intenté acercarme a él, pero Alberto me lo impidió dándome un fuerte empujón y sacándome de allí arrastras.

  Tres meses pasaron hasta tener de nuevo noticias de Edu. Tres meses largos y asfixiantes en los que Alberto no me dejó salir y yo únicamente deseé morir. Un día Ana, una de las criadas, me pasó una nota proveniente de él, de Edu, de mi amor. Me rogó que guardase silencio, se jugaba su trabajo de enterarse alguien. “Tranquila, nadie lo sabrá”, contesté con el corazón desbocado. En la nota Edu me suplicaba verme, no podía pasar un día más sin mí, me amaba. Me pedía una contestación lo antes posible con el día, lugar y hora para nuestro encuentro. En ese momento tomé una decisión, la mejor de toda mi vida, e ideé un plan perfecto para poderla llevar a cabo. Después de darle otra nota a Ana con mi contestación para Edu, bajé al salón y le comuniqué a mi hermano que quería salir con uno de sus amigos, uno que ostentaba el título de Marqués concretamente y que me había tirado los tejos en más de una ocasión. Alberto no tardó ni un segundo en llamarle para concertar una cita dentro de dos días, cuando yo le dije. Luego, tras colgar, me abrazó y besó feliz diciéndome que le alegraba enormemente ver que por fin había entrado en razón. Yo asentí y le contesté que había abierto los ojos, había permanecido totalmente confundida pero ahora lo tenía todo claro. Mentira podrida. Aunque sirvió para convencer a mi hermano que era lo que me importaba. Lo que él ignoraba y ni podría imaginar era que esa cita sería mi puerta de escapatoria y la encargada de abrirme la felicidad, la excusa ideal para poder marcharme de casa sin problemas. Naturalmente nunca llegué a esa cita con el marquesito de marras, a la que asistí fue a la de mi amor, Edu. Esa misma tarde los dos nos marchamos a Sevilla, a la otra punta de la península. Él allí tenía unos familiares que nos acogerían y darían trabajo, tenían una pequeña empresa dedicada a la confección de calzado. No me quedó más remedio que tomar aquella decisión y escapar, huir a un lugar que mi familia ni sospechase. Ellos jamás me permitirían estar con Edu y yo no quería ni necesitaba otra cosa en el mundo.

  Los primeros años fueron muy duros, de mucho esfuerzo, pero también los más felices de mi vida. Por primera vez sufrí en mis carnes el significado de “ganarse el pan con el sudor de tu frente”, esforzarte para conseguir algo, no pedirlo y obtenerlo al momento y sin más. Y resultaba gratificante, duro pero reconfortante y motivador.

  Durante todos estos años supe por la prensa que mi hermano se había casado cuatro veces y jamás emparentó con la nobleza. Pero además esos matrimonios, aparte de no aportarle ningún descendiente, solo sirvieron para hacerle perder un buen pico de dinero y el apodo de “El lobo solitario”. La prensa le definía como una persona desconfiada, que con los años se había vuelto parco en palabras y hasta un poco huraño. Lo primero estaba convencida no era un problema para él, perder una gran cantidad de su cuantiosa fortuna sería algo que, seguramente, repondría en poco tiempo. Pero la soledad, no conocer el verdadero amor ni tener hijos era lo que le había vuelto de esa forma, estaba convencida. Su vida era como una nuez vana. Su aspecto exterior era igual de saludable que el de las demás, pero por dentro estaba hueca, vacía. Eso era lo que le había amargado su carácter, el no tener nada realmente importante en la vida. Por eso yo soy rica. Muy rica. Extremadamente rica. Y lo soy porque vivo con un hombre maravilloso que me ama y al que quiero con locura. Él me ha hecho los dos mejores regalos de mi vida, Elena y Miguel, mis hijos; dos personas increíbles que junto a los nietos que me han dado colman por completo la saca de mi abundancia. Tengo todo cuanto preciso y reboso amor en cantidades industriales. Por todo eso mi riqueza supera a la de mi hermano, es más abundante que todo el dinero que amase Alberto, que todos los beneficios que den sus importantes empresas. Porque la única y verdadera fortuna en este mundo solo se concentra en una corta palabra: AMOR. Y quien lo tiene y disfruta puede considerarse rico. Muy rico. Extremadamente rico. 

Autora: Eva Zamora
Fotografía: wikipedia

Gracias a mi amiga Eva por este maravilloso regalo.


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jueves, 24 de julio de 2014

El exquisito gesto técnico de driblar y tirar

fútbol para Cosas que siento

Oscurecía en la plaza. El bullicio habitual del lugar se había apaciguado y las farolas empezaban a crear círculos amarillentos alrededor de un muchacho que se movía con gestos precisos alrededor de un balón de reglamento. Podía ser principios de octubre y un nuevo curso académico estaba a punto de comenzar.
El chaval golpeaba incansablemente el balón contra el muro de la iglesia que acotaba ese lado de la plaza. Era el único  trozo de pared  que quedaba liberado de puertas y escalones. Una y otra vez encaraba el esférico en la misma posición: la pierna derecha atornillada a la tierra, los hombros y las caderas acompañando el giro que iniciaba en cuanto el balón se alojaba en el empeine de su pié izquierdo. Durante toda la danza, la pelota no se movía ni un milímetro de su nido hasta que una descarga eléctrica la impulsaba a una velocidad de vértigo contra la pared, produciendo un sonido grave que satisfacía al jugador.
El posible contrincante, en ese momento en el imaginario del  joven, quedaba burlado por ese regatear y tirar pleno de eficacia y belleza.
        Desde la ventana de un piso, que en los barrios altos llamarían principal y que en esa hondonada era simplemente el primero encima de la churrería, se destacó el perfil de una persona que con gesto mecánico abrió el picaporte de la ventana y profirió la consabida llamada de “a cenar”,  produciendo un efecto, apenas perceptible,  en el muchacho que continuaba con su ritual.
Se disponía a golpear nuevamente la pelota cuando el sonido de ese reclamo se hizo, por fin, consciente en su mente, notando un matiz de apremio que lo paralizó durante un instante.  Sin casi interrupción, la mecánica de tiro se apoderó de él y su pié izquierdo golpeó una vez más el balón, secamente, con una potencia superior a todos los remates previos.  Quería cerrar la jornada con la mejor colocación de toda la  noche. La pelota rebotó contra la pared volviendo mansamente a la cercanía del jugador, como esos perros amados que después de una jornada de carreras y mimos se refugian entre las piernas de sus dueños.
Se volvía ensimismado hacia su casa cuando el cierre metálico del comercio que aún permanecía abierto se cerró con estruendo. Su imagen disparando al encuadre que le solía proporcionar esa persiana enmarcando una imaginaria portería, le cabalgó un instante.
La mujer que, en ese momento,  aseguraba el cerrojo del portón le dirigió la típica frase protectora de las madres de ese barrio.
-¿Pero qué haces tan tarde por la calle? ¡Deberías subir a cenar! El muchacho apretó el paso y afrontando los escalones del portal de tres en tres se plantó en el rellano de su casa.
Ese día todavía le tenía guardada una sorpresa que podría marcar un tramo de su vida.  El Aita le abordó con la seriedad habitual, comunicándole que ese equipo con el que se estaba entrenando le quería destinar a una ciudad extremeña para continuar su formación futbolística allí.  Permaneció callado sopesando la noticia, hizo alguna pregunta escueta para completar la información y sin mucha más dilación se escuchó a sí mismo pronunciando la frase que en opinión de su padre arruinaba su carrera como futbolista.
-   ¡¡Yo no me voy a Badajoz!!  
Esa noche, en la cama, protegido por la cercanía del sueño de sus hermanos, comenzó a rememorar imágenes de partidos jugados en los campos helados de pueblos hostiles, en los que un chaval que empieza tiene que intuir la imposibilidad de meter un penalti decisivo al equipo local en los últimos momentos de un partido jugado en esas condiciones.
Súbitamente, comenzó a dibujar en la pared contra la que le gustaba dormir,  las escenas de un partido que tuvo lugar en ese villorrio con cárcel política, cercano a Madrid,  en que recién llegado al equipo y faltando pocos minutos para el final del partido,  un mal despeje de su portero  pone el balón al borde del área contraria, él lo caza con habilidad, y desmallado el esférico al sentir un toque tan sutil, se queda mansamente  muerto delante del defensa  más violento de todos. Con la mayor naturalidad, empuja el balón suavemente a través de unas piernas que se alojan en unas caderas de madera. Sintiendo el bufido del morlaco en el cogote, aprovecha el caño y se abandona a la soledad de enfrentar al guardameta.  El alférez provisional vestido de futbolista, al verse rebasado, le propina una coz que habilita el penalti.
Todavía dolorido y sin saber si el trencilla se ha atrevido a pitar la falta, el medio centro de su equipo, un licenciado en puyas y doctorado en espolones,  le pone el balón en las manos y le espeta:
- ¡Tíralo tú, chaval!
Con la vanidad del novato haciéndole mariposas en el estómago se acomoda la pelota para golpearla con su pierna izquierda, la coloca mordiendo el punto de penalti e inicia una corta carrera.
En ese momento y por primera vez, nota a los aficionados  locales.  Se están posicionando en el fondo de la portería.  Suena el silbato del árbitro y su cuerpo inicia la carrera para golpear la pelota. Una fracción de segundo antes de que su empeine  se case con el esférico todo se ralentiza, y descubre que su mente no le acompaña en el viaje, encontrándose extranjero de sí mismo y rodeado de un silencio estruendoso. La luz, a su vez, se ha hecho cegadora y los espectadores son como monigotes sin contorno.  Se pregunta si allí delante hay alguien tratando de parar ese balón decisivo.  De súbito, el tiempo se descongela e irrumpe algo en él, dictándole que ese balón que salda la contienda  tiene que ir a la grada. Finalmente, el pueblo de cabreros que le contempla no tiene la posibilidad de ejerce la justicia local, apoyada en tricornios acharolados con restos de bocadillo de matanza en los bigotes.
El sueño seguía ausente y su insomnio le facilitaba el seguir evocando situaciones de antiguos partidos que comenzaban  a quemarse en el celuloide de su pared, como esos goles hurtados, y apenas celebrados, a defensas mucho más curtidos en la gramática parda propia de un sargento primera, que ahora brillaban enmarcados por gruesas líneas de cal en el techo de su habitación. Oía las recomendaciones susurradas en vestuarios mal iluminados por el  entrenador de turno, sugiriéndole que tenía que pasarle el balón final a zutanito, recomendado de menganito,  para que brillara ante el ojeador venido de la ignorancia y la desidia.
Se acordaba de ese compañero que siempre estaba a su lado en los viajes incómodos y con el que discutía las jugadas, compartiendo unos botellines en cualquier bar ocasional. Pero sobre todo, le venía repetidamente la coreografía de la jugada que él hacía con regularidad. Esa que le permitía efectuar el control del balón en un solo gesto técnico para poder driblar y tirar.
Poco a poco el cansancio le produjo una cierta melancolía. Este sentimiento le adormilaba y le mecía hacía otras sensaciones y, suavemente, entró en un sueño extraño  que nunca en la vigilia supo descifrar pero que le dejó la premonición de que la vida le proporcionaría momentos en que usaría su exquisito control para regatear otros problemas de mayor calado. Quizá ese pedestal de seguridad sobre el que se elevó para decir su primer no reflexivo al Aita, era el acto fundacional de su ser adulto, el humus del que estaba hecho, la materia que componía su personalidad y que le convertiría en alguien dotado para vivir en plenitud.
Ese adolescente que practicaba un gesto técnico futbolístico contra una pared de una iglesia en los años sesenta, a horas en que el resto de su amigos se dejaban ir por el dial de cualquier programa de radio o se zambullían en novelas del oeste,  estaba  incorporando, no solo la mecánica necesaria para meterle un gol al lucero del alba, sino un conocimiento de vida, al parecer sin fisuras, que le haría caminar incansable hacia cualquier puerto seguro en situaciones difíciles, driblando lo adverso para tirar hacia lo posible.
Pasadas unas décadas y siendo el nuevo siglo un adolescente sin futuro al que le suben achaques prematuros por las piernas, cualquier habitual de las riveras del Manzanares puede observar, en las horas tempranas del día,  que la silueta inicial de ese joven con balón de reglamento, se ha convertido en un hombre de paso rápido y enérgico con gesto concentrado, que parece dirigirse a una meta concreta. La verdad es que su objetivo para las próximas horas puede ser la compra de un kilo de chipirones que ofrecerá, exquisitamente cocinados, a la cuadrilla de amigos que quieran disfrutar de lo mejor de la vida: conversar al amparo de una buena mesa con vino del país y ganas para sentirlo.    
Este hombre que, desde hace un tiempo, siempre habla al oído y musita verdades como puños de una manera callada, a menudo suele disfrazarse de costalero de sus amigos, embalsamador de desavenencias, maestro de obras de su familia o, cuando se lo permite, amamantador de risas y bromas,
Pero si el observador mañanero dispone de una fina agudeza, también será capaz de intuir a un hombre fraguado de una pieza, con sangre vasco-francesa,  que a sus sesenta y tres años, a rendir el próximo veintidós de agosto, te puede decir al final del día, mirándote a los ojos, sin altanería y con la humildad del verdadero amigo, que es un hombre feliz y que posiblemente vivir la vida sea un ejercicio de driblar y tirar hacia lo que está más allá de la situación que encaras en cada momento, dejando que todo lo incorporado en el transcurso de los años, sea el toque sutil que nos lleve a ese claro delante de la portería para gritar ….¡he sido moderadamente feliz!, creyendo firmemente que la vida no consiste en marcar gol.



Autor: Guillermo Álvarez
Fotografía: wikipedia



Gracias a Guillermo por este bello relato lleno de amistad.


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sábado, 5 de julio de 2014

Infierno habitado


Infierno habitado para Cosas que siento

María vivía en una localidad del sur de la Comunidad de Madrid. Durante casi veinte años, María había trabajado para una empresa de un polígono industrial. En 2009, en plena la crisis, la empresa cerró y despidieron a todo el personal. 
Después de aquello, anduvo buscando trabajo unos meses, pero no encontró nada. Su currículum no reflejaba más estudios que los primarios, un título de EGB del año 89, que había obtenido en el colegio público de su barrio. En aquella época, tenía quince años y nunca había pensado en ir al instituto, sus padres y profesores llevaban tiempo advirtiéndole que no valía para estudiar. Así que, al finalizar octavo, la necesidad de aumentar los ingresos en casa fue más fuerte que sus ganas de seguir más años atada a los libros y a un pupitre.

Yo viví en el mismo barrio que María y estudié EGB en su misma clase. María fue mi mejor amiga de juventud y ayer por la mañana me la encontré sentada en un banco del Retiro.

Llevaba años sin saber de ella. 
Nuestra amistad se forjó en aquel colegio y duró casi una década. Después de acabar en el cole seguimos saliendo juntas. Al cumplir los dieciocho, las dos nos echamos novio. Juan, María, Pedro y yo solíamos salir por ahí las noches de los viernes y sábados. Yo estudiaba y ellos tres trabajaban, pero aquello nunca supuso un problema. Fueron unos años geniales, nos llevábamos muy bien, y disfrutamos mucho juntos. Solíamos pasar el mes de agosto los cuatro en la playa. El resto del año hacíamos también alguna excursión de fin de semana. Teníamos dinero y éramos jóvenes. Pero todo cambió el día en que yo, un año después de terminar en la universidad, conseguí un puesto de maestra en Alicante y decidí dejar Madrid..., y también a Pedro. María y yo seguimos en contacto durante un tiempo. Luego, la lejanía terminó por enfriar nuestra relación.

Ayer al verla después de tantos años me pareció mucho mayor que yo. Fue ella quien me reconoció. Nos abrazamos, saltamos, gritamos... y, acto seguido, María comenzó a hablar. Me contó que Juan y ella seguían juntos y habían tenido dos hijos. Juan estaba en el paro y ella llevaba un mes trabajando por las noches limpiando oficinas, pero su contrato se acababa en julio. Me explicó cómo la despidieron de aquella empresa después de muchos años de duro trabajo y bajo sueldo. En 2010 había vuelto a estudiar, se había matriculado en un centro de adultos y sacado el título de la ESO. El curso pasado terminó un ciclo de grado medio y ahora estaba preparándose para unas oposiciones.

A pesar de las circunstancias, hasta ahí el tono de su relato me pareció ilusionado, pero, de repente, su voz se quebró. Rompió a llorar y, entre lágrimas, empezó a darme más detalles de su situación económica. Llevaban dos meses sin pagar la hipoteca y con la luz cortada. Durante estos últimos cuatro años, Juan había sido el sostén económico en casa, pero en 2012 fue también despedido del ayuntamiento para el que trabajaba y la prestación por desempleo se le había acabado hacía cuatro meses. Los del banco no paraban de llamarles por tener la cuenta al descubierto y varios recibos devueltos. El colegio de los niños les había mandado una carta por falta de pago del último trimestre del comedor. El verano se planteaba lleno de problemas, no les quedaba dinero ni para comer. En este punto, yo también me vine abajo, la abracé y comencé a llorar con ella. No sabía qué otra cosa hacer ni decir. Saqué cincuenta euros del monedero de mi bolso junto con una tarjeta con mi nombre y teléfono. Puse ambas cosas en su mano. María hizo un pequeño gesto de rechazo. Apreté sus dos manos con las mías, y ella me dio las gracias... Nos despedimos en silencio.

Anoche no pude dormir. El resumen de mi vida después de salir de Madrid no paraba de dar vueltas en mi cabeza junto a una pregunta. Me fui a Alicante, me volví a enamorar, me casé con un compañero madrileño que también consiguió su primer destino en mi centro, nos compramos un piso, tuvimos dos hijos, cuando pudimos nos volvimos a Madrid, no tenemos problemas de dinero, y somos muy felices; pero..., ¿qué habría sido de mí, si mis padres o alguno de mis profesores del colegio, del instituto o la universidad me hubieran dicho que yo no valía para estudiar?


Autor: Luis Cuesta
Fotografía: wikipedia


Gracias a mi amigo Luis por este maravilloso relato lleno de emociones y sentimientos.



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jueves, 8 de mayo de 2014

De un vasito de yogur


Brotes para Cosas que siento

 De todas las aficiones que tenia, el pequeño huerto que había plantado en diversos cacharros era lo que más la llenaba. 
Los edificios envejecidos y la maraña de antenas que tapaban el horizonte, eran todo el paisaje que podía divisar desde su reducida terraza; y el verde lechuga, sumado al rojo tomate, eran los únicos colores que daban vida al gris del paisaje urbano.
  Poco a poco se fueron sumando más tonalidades a los vasitos de yogur y a las macetas recicladas. Tanto, que comer ensaladas se había vuelto, además de un placer, un orgullo conseguido con paciencia y dedicación.
  De un tiempo a esta parte, había notado que venían pajarillos a picar sus lechugas, y resolvió dar vida a Bautista. Lo vistió con camiseta, pantalón y sombrero, pintándole una enorme sonrisa que expresaba mofa o felicidad dependiendo del momento en que se mirara. Cumplió su cometido a la perfección, ningún ave que se preciara, osaba volar cerca de sus dominios. Incluso llegó a ser un experto hortelano, atreviéndose a valorar sobre qué semillas eran las mejores y en qué momento había que plantarlas. En ese punto tuvieron varias discusiones, y las ensaladas, en consecuencia, no sabían igual.
Después de eso, su sonrisa socarrona había tomado un matiz perverso, o eso le pareció.
Y algunas noches su silueta esperpéntica la despertaba aterrorizada, cuando el viento soplaba fuerte y movía su camiseta hueca, llenándola y vaciándola, como si respirara tan fuerte que bailara al movimiento de los pulmones.
  La decisión le costó, pues él también había nacido de sus manos y de su huerto. Lo fue desvistiendo hasta dejarlo desnudo en dos palos atados en forma de cruz y una cara de trapo. Aún viéndose despojado de sus ropas y cercano a la muerte, su sonrisa indicaba desafío, hasta que desapareció en el fondo de una bolsa de basura.
  Después de aquel incidente, las ensaladas retomaron el frescor que solo pueden tener las hortalizas recién recolectadas, aunque lechugas, tomates, escarolas y achicorias tuviera que compartirlas con algunos gorriones, que a cambio, también aportaban vida al gris del paisaje urbano.

Relato: Abril Alanda
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Fotografía: Wikipedia

Gracias especiales 


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jueves, 26 de diciembre de 2013

La cera de una vela


vela para Cosas Que Siento


Las velas son objetos raros. Tienen forma cilíndrica y con una mecha, como si fuera un cartucho de dinamita.

A mi me da cosa ver las velas. Me impresionan, me parecen cosa mágicas que por dentro deben de tener misterios, energías extrañas, duendes incluso almas encerradas. Les tengo mucho respeto.

Pero hoy encendí una. Una vela blanca, la compré, me pareció el color mas puro.
La encendí con una cerilla, de madera, de las de siempre, y ya el olor del fósforo me dio una inquietante sensación.

Tras unos momentos de quietud, la llama, lentamente, como cuando zarpa un velero comenzó a mover su silueta de gasas de Sherezade.
Se contonea, crece y se estira, se ondula y se enrosca y como un cordón de oro líquido llega hasta mis ojos.

La luz líquida llena mi cabeza de una misteriosa tonalidad anaranjada, cálida y neutra, con unos diminutos puntos oscuros que se mueven como renacuajos en una charca. Ya no veo la habitación, solo siento la ingravidez de mi cuerpo, ya no hay cerca ni lejos, ni alto ni bajo. Solo la luz líquida transparente que todo lo envuelve.

Poco a poco los pequeños, toman forma, se modelan en edificios difusos, montañas nevadas, playas inacabables, ríos mansos y personas, muchas personas con la sola difusa sensación de su imagen. Niños, ancianos, mujeres, cada uno de ellos está envuelto de grandes cintas cinematográficas de celuloide con fotogramas gigantes, y las imágenes se van desplazando, formando la película de sus vidas, entremezclándose con los sonidos de los momentos mas significativos de sus vidas: dulces llantos de bebé, lejanas campanas de iglesia, tonos olvidados de teléfonos...

Y me miro, y veo mi cinta envuelta en mi cuerpo, y descubro recuerdos olvidados, episodios de inocente juventud y de ambiciosa inmadurez, la cinta no para, veo el presente me veo mirando una vela, y en los siguientes fotogramas veo como mi vida se apaga, se oscurece, se aleja en el horizonte...
No me da ningún miedo, veo que viajaré a un alto plano de pureza y de calidez, en un viaje sin retorno. En un viaje que comenzó encendiendo un fósforo de madera y que acabará cuando se consuma la cera, de ese extraño objeto, de ese extraño instrumento que parece un cartucho y se llama vela.


Texto: Jose Baruco.

blog: El blog de Jose Baruco 


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